21 de agosto de 2013

En mis venas

He de reconocer que hubo un momento en el que estuve al borde de cristalizarme.
Toda la sal que se acumulaba con cada lágrima empezaba a cubrirme el cuerpo.
Y empecé a tomar el aspecto de algo extraño, desconocido, una masa de nada que se acabaría hundiendo en un mar oscuro, sin poder llegar a la orilla de sí mismo.
Tuve miedo, no conocía el lugar al que seguramente iba a acabar hundiéndome, suponiendo que ahí abajo hubiese algo más que soledad y un negro absoluto.
Pero valoré cómo el sol se reflejaba en aquellos cristales que eran mi carga, cómo me acariciaba y me transformaba en alguien cálido, como contándome a susurros que no pasaba nada, que todo estaba bien, que confiaba en mí.
La manera de la que me mecía el viento se sentía especial, pasando al raso por los vértices de mi cuerpo, haciendo que me estremeciese.
Todas y cada una de las gotas de agua que parecían querer ayudarme desesperadamente, golpeando la cobertura transparente que me cubría, intentando resquebrajarla.
Nada pudo pararme, pues era yo el que se hundía, y lo comprendí demasiado tarde.
Y estando bajo el agua comencé a sentir cosas increíbles.
La sensación de mi pelo ondeando a merced de las corrientes, mis brazos y piernas completamente extendidos, como formando parte de todo, sentí que era libre.
Abrí los ojos y entonces lo entendí todo.
Nunca se está atrapado en uno mismo.
Ahora me movía grácilmente por algo tan salado como lo que me había hundido, tenía que aprender a nadar en mis problemas, a ver los reflejos que la luz hacía en la superficie, que me llamaban, que me decían que cogiese impulso y nadase hacia arriba sin pensar, mientras soltaba todo el aire y en las burbujas dejaba cada grito que no había sido capaz de dar antes para que estallase en la superficie e hiciese temblar al mundo, y mientras lloraba ascendiendo, para que todo lo malo formase parte de donde a partir de ahora me gustaría zambullirme y sentirme infinito.